viernes, 21 de noviembre de 2008

Ciencia y religión (Einstein, 1954)

Ciencia y religión (Einstein, 1954)
Ensayo extraído del libro “Mis creencias”, de Albert Einstein.
Fuente: http://www.elaleph.com
Libro completo en: http://www.uruguaypiensa.org.uy/imgnoticias/85.pdf


En el transcurso del siglo pasado y parte del anterior se sostuvo
de manera generalizada que existía un conflicto insalvable entre la
ciencia y la fe. La opinión que predominaba entre las personas de ideas
avanzadas afirmaba que había llegado la hora de que el conocimiento,
la ciencia, reemplazase a la fe; toda creencia que no se apoyara en el
conocimiento era superstición y, como tal debía ser combatida. De
acuerdo con esta concepción, la educación tenía como única función
abrir el camino al pensar y al conocer, y la escuela, como instrumento
decisivo de la instrucción del pueblo, debía servir sólo a este fin.
Sin duda es difícil hallar, si se la encuentra, una exposición tan
simple del punto de vista racionalista; toda persona sensata puede ver
en efecto lo unilateral de esta exposición. Sin embargo también es
aconsejable exponer una tesis nítida y concisa si se quieren aclararlas
ideas respecto a la naturaleza de este problema.
Por supuesto que el mejor medio de defender cualquier convicción
es fundarla en la experiencia y en el razonamiento. Tenemos que
aceptar en este caso el racionalismo extremo. El punto débil de esta
concepción resulta, empero, que esas ideas que son inevitables y determinan
nuestra conducta y nuestros juicios no pueden basarse sólo en
este único procedimiento científico.
En efecto, el método científico no puede mostrarnos más que cómo
se relacionan los hechos entre sí y cómo se condicionan mutuamente.
El deseo de alcanzar este conocimiento objetivo pertenece a la
máxima exigencia de que es capaz el hombre, y pienso, por cierto, que
nadie sospechará que intente reducir los triunfos y las luchas heroicas
del hombre en este ámbito. Sin embargo, es manifiesto también que el
conocimiento de lo que es no da acceso directo a lo que debería ser. Se
puede tener el conocimiento más claro y completo de lo que es, y no
lograr, en efecto, deducir de ello lo que debería ser la finalidad de
nuestras aspiraciones humanas. El conocimiento objetivo nos proporciona
poderosos instrumentos para conseguir ciertos fines, pero el
objetivo último en sí y el propósito de alcanzarlo deben venir de otra
fuente. No creo que sea necesario siquiera defender la tesis de que
nuestra existencia y nuestra actividad sólo asumen sentido por la prosecución
de un objetivo tal y los valores correspondientes. El conocimiento
de la verdad como tal es admirable, mas su utilidad como guía
es tan escasa que no es posible demostrar ni la justificación ni el valor
de la aspiración hacia ese mismo conocimiento de la verdad. Por consiguiente,
nos enfrentamos aquí con los límites de la concepción puramente
racional de nuestra existencia.
Sin embargo, no debe suponerse que el pensamiento inteligente
no desempeñe algún papel en la formación de lo objetivo y de los juicios
éticos. Cuando se comprende que ciertos medios serían útiles para
la consecución de un fin, los medios en sí se convierten entonces en un
fin. La inteligencia nos aclara la interrelación entre medios y fines.
Empero, el simple pensamiento no es capaz de proporcionarnos un
sentido de los fines últimos y fundamentales. Penetrar estos fines y
estas valoraciones esenciales e introducirlos en la vida emotiva de los
individuos, me parece, de manera concreta, la función más importante
de la religión en la vida social del hombre. Y si nos preguntamos de
dónde se deriva la autoridad de tales fines esenciales, puesto que no
pueden fundarse y justificarse en la razón, sólo diremos: son, en una
sociedad sana, tradiciones poderosas, que influyen en la conducta, en
las aspiraciones y en los juicios de los individuos. Esto es, están allí
como algo vivo, sin que resulte indispensable buscar una justificación
de su existencia. Adquieren fuerza no mediante la demostración sino
de la revelación, a través de personalidades vigorosas. No es posible
tratar de justificarlas, sino captar su naturaleza de modo simple y claro.
Los más elevados principios de nuestras aspiraciones y juicios
nos los proporciona la tradición religiosa judeocristiana. Es un objetivo
muy digno que, con nuestras débiles fuerzas, sólo logramos alcanzar
muy pobremente, si bien proporciona una base segura a nuestras aspiraciones
y valoraciones. Si se separa este objetivo de su forma religiosa
y se examina en su mero aspecto humano, tal vez sea posible exponerlo
así: Desarrollo libre y responsable del individuo, de modo que logre
poner sus cualidades, con libertad y alegría al servicio de toda la humanidad.
No se intenta divinizar a una nación, a una clase ni tampoco a un
individuo. ¿No somos todos hijos de un padre, tal como se dice en el
lenguaje religioso? En verdad, tampoco correspondería al espíritu de
este ideal la divinización del género humano, como una totalidad abstracta.
Sólo tiene alma el individuo. Y el fin superior del individuo es
servir más que regir, o superarse de cualquier otro modo.
Si se examina la sustancia y se olvida la forma, pueden considerarse
además estas palabras, como expresión de la actitud democrática
esencial. El verdadero demócrata, igual que el hombre religioso, no
puede adorar a su nación en el sentido corriente del término.
¿Cuál es, pues, en este problema, la función de la educación y de
la escuela? Debería ayudarse al joven a formarse en un espíritu tal que
esos principios esenciales fuesen para él como el aire que respira. Sólo
la educación puede lograr este propósito.
Si se tienen estos elevados principios claramente a la vista, y se
los compara con la vida y el espíritu de la época, se comprueba con
pena que la humanidad civilizada se halla en la actualidad en un grave
peligro. En los estados totalitarios los propios dirigentes se esfuerzan
por destruir este espíritu de humanidad. En las zonas menos amenazadas
son el nacionalismo y la intolerancia, la opresión de los individuos
por medios económicos los que pretenden asfixiar esas valiosísimas
tradiciones.
La conciencia de la gravedad de esta amenaza crece, sin embargo,
entre los intelectuales, y se buscan con afán los medios para contrarrestar
el peligro . . . tanto en el dominio de la política nacional e internacional
como en el de la legislación o de la organización en general.
Tales esfuerzos son, por cierto, indispensables. Los antiguos, sin embargo,
sabían algo que al parecer nosotros hemos olvidado. Todos los
medios resultan instrumentos inútiles si tras ellos no alienta un espíritu
vivo. Mas si el designio de lograr el objetivo actúa poderosamente
dentro de nosotros, no nos han de faltar fuerzas para encontrar los
medios que conviertan ese objetivo en realidad.
No resultaría difícil concordar en cuanto a lo que entendemos por
ciencia. Ciencia es la tarea, secular ya, de agrupar, mediante el pensamiento
sistemático, los fenómenos perceptibles de este mundo dentro
de una asociación lo más amplia posible. De manera esquemática es
intentar una reconstrucción posterior de la existencia a través del proceso
de conceptualización. Pero si me pregunto qué es la religión no
logro encontrar una respuesta adecuada. Y hasta después de hallar la
que consiga satisfacerme en ese momento concreto, sigo convencido
de que nunca podré, de ningún modo, unificar, aunque sea en parte, los
pensamientos de todos los que han brindado una consideración seria a
esta cuestión.
Así, pues, en lugar de plantear qué es la religión, preferiría elucidar
lo que caracteriza las aspiraciones de una persona que a mí me
parece religiosa: esta persona es la religiosamente ilustrada, la que se
ha liberado, en la medida máxima de su capacidad, de las trabas de los
deseos egoístas y se entrega a pensamientos, sentimientos y aspiraciones
a los que se adhiere por el valor suprapersonal que poseen. Creo
que lo importante es la fuerza de este contenido suprapersonal y la
profundidad de la convicción relacionada con su irresistible significado,
independientemente de toda tentativa de unir ese contenido con un
ser divino, ya que de otro modo no se podría concluir a Buda y a Spinoza
entre las personalidades religiosas. Por consiguiente, una persona
religiosa es devota en tanto no tiene duda alguna de la significación y
elevación de aquellos objetos y fines suprasensibles que no requieren
un fundamento racional ni son susceptibles de él. Existen de la misma
manera inevitable y natural con que se da el individuo. La religión es
así el viejo intento humano de alcanzar clara y completa conciencia de
esos objetivos y valores y fortalecer y ampliar de continuo su efecto. Si
se concibe la religión y la ciencia según lo dicho, resulta imposible un
conflicto entre ellas. Pues la ciencia sólo puede afirmar lo que es, mas
no lo que debiera ser, y fuera de su ámbito son necesarios juicios de
valor de todo tipo. La religión, por lo demás, enfoca sólo valoraciones
de pensamientos y acciones humanos: no puede hablar, esto es claro,
de datos y relaciones entre datos. De acuerdo con esta interpretación,
los conocidos conflictos entre religión y ciencia del pasado, deben
atribuirse, sin duda, a una concepción errónea de la situación que se ha
descrito.
Nace, por ejemplo, un conflicto cuando una comunidad religiosa
insiste en la veracidad absoluta de todas las afirmaciones contenidas en
la Biblia. Esto significa la intromisión, de la religión en la esfera de la
ciencia; aquí tenemos, pues, que situar la lucha de la Iglesia contra las
doctrinas de Galileo y Darwin. Además, algunos representantes de la
ciencia han pretendido llegar a juicios esenciales sobre valores y fines
con la base del método científico, y se han enfrentado con la religión.
Todos esos conflictos han originado errores fatales.
Empero, aunque los dominios de la religión y de la ciencia se hallan
en sí mismos muy diferenciados, existen entre ambos relaciones y
dependencias mutuas. Si bien la religión puede ser la que determine el
objetivo, sabe, en efecto, a través de la ciencia, en el sentido más amplio,
qué medios contribuirán al logro de los objetivos diseñados. Mas
la ciencia sólo pueden crearla quienes de manera profunda están imbuidos
de un deseo ferviente de alcanzar la verdad y de comprender las
cosas. Y este sentimiento surge, por supuesto, de la esfera de la religión.
Asimismo pertenece a ella la fe en la posibilidad de que las normas
válidas para el mundo de la existencia sean racionales, es decir,
comprensibles mediante la razón. No puede imaginar que exista un
solo científico sin esta arraigada fe. La situación puede expresarse con
una imagen. La ciencia sin religión es coja; la religión sin ciencia ciega.
Aun cuando he dicho antes que no puede existir por cierto verdadero
conflicto entre la religión y la ciencia, debo matizar, pues, tal
afirmación, de nuevo, en un punto esencial, en lo que respecta al contenido
real de las relaciones históricas. Esta diferenciación se refiere al
concepto de Dios. Durante la etapa primitiva de la evolución espiritual
del género humano, la fantasía de los hombres creó dioses a su propia
imagen que con su voluntad parecían determinar el mundo de los fenómenos,
o que hasta cierto punto influían en él. El hombre intentaba
atraerse la voluntad de estos dioses en su favor a través de la magia y la
oración. La idea de Dios dé las religiones que se enseña hoy es una
sublimación de ese antiguo concepto de los dioses. Su carácter antropomórfico
lo muestra, por ejemplo, la circunstancia de que los hombres
apelen al ser divino con oraciones y súplicas para obtener sus
deseos.
No se negará, sin duda, que la idea de que exista un dios personal
omnipotente, justo y misericordioso proporciona al hombre solaz,
ayuda y guía, y además, en virtud de su sencillez, resulta accesible
hasta para las inteligencias menos desarrolladas. Por otra parte, sin
embargo, esta idea incluye una falla básica, que el hombre ha percibido
de manera dolorosa desde el fondo de la historia. Vale decir, si este ser
es omnipotente, todo acontecimiento, incluidas las acciones humanas,
los pensamientos humanos y los sentimientos y aspiraciones humanos
resultan también obra suya. ¿Cómo pensar que los hombres sean responsables
de sus actos y de su conducta ante tal ser todopoderoso? AI
adjudicar premios y castigos, estaría en cierto modo juzgándose a sí
mismo. ¿Cómo conciliar esta premisa con la bondad y rectitud que se
le concede?
La fuente principal del rozamiento entre la religión y la ciencia se
halla, por consiguiente, en este concepto de un dios personal. El objetivo
de la ciencia es establecer normas generales que determinen la conexión
recíproca de objetos y hechos en el espacio y en el tiempo.
Estas normas o leyes de la naturaleza, exigen una validez general absoluta
. . . no probada. Se trata en esencia de un programa, y la fe en la
posibilidad de su cumplimiento sólo se funda, en principio, en éxitos
parciales. Pero es difícil que alguien negara esos éxitos parciales y los
atribuyera a la ilusión humana. El hecho de que al basarse en tales
leyes sea posible predecir el curso temporal de los fenómenos era
ciertos dominios con gran precisión y certeza, está muy arraigado en la
conciencia del hombre moderno, aunque haya captado una parte mínima
de las citadas leyes. Es suficiente que piense que los movimientos
de los planetas dentro del sistema solar pueden calcularse previamente
con gran exactitud a partir de un número limitado de leyes simples. De
igual modo, si bien en forma menos precisa, es posible calcular por
adelantado el funcionamiento de un motor eléctrico, un sistema de
transmisión o un aparato de radio, aun cuando se trate de inventos
recientes.
Por supuesto, si el número de factores que intervienen en un
complejo fenoménico es demasiado grande, en la mayoría de los casos
nos falla el método científico. Basta pensar en la meteorología, y que
advirtamos que la predicción del tiempo, hasta por un período de algunos
días, resulta imposible: Nadie duda, por cierto, que se trata de una
conexión causal cuyos componentes necesarios conocemos en su mayoría.
Los fenómenos de este campo no permiten una predicción exacta
debido a la variedad de los factores implicados, no a una falencia de las
leyes de la naturaleza.
No hemos penetrado tanto en las regularidades que se derivan del
reino de las cosas vivas, pero sí lo suficiente, empero, para advertir al
menos la norma de necesidad fijada. Pensemos al respecto en el orden
sistemático de la herencia, y en el efecto de los tóxicos, el alcohol, por
ejemplo, en la conducta de los seres humanos. Lo que falta en este
ámbito es captar las conexiones de generalidad profunda, mas no un
conocimiento del orden de sí mismo.
Cuanto más consciente es un hombre de la regularidad ordenada
de todos los acontecimientos, más sólida es su convicción de que no
queda espacio al margen de esta regularidad ordenada por caudal de
naturaleza distinta. Para él no existirá la norma de lo humano ni la
norma de lo divino como causa independiente de los acontecimientos
naturales. No cabe duda de que la ciencia no refutará nunca, en el sentido
estricto, la doctrina de un Dios personal que interviene en los
hechos naturales, donde esta doctrina siempre puede refugiarse en
aquellos dominios en los que aún no ha logrado afianzarse el conocimiento
científico.
Estoy convencido, sin embargo, de que si los representantes de la
religión adoptasen esa conducta no sólo sería indigno sino también
fatal para ellos. Pienso que una doctrina que es incapaz de mantenerse
a la luz, sino que debe refugiarse en las tinieblas, perderá de manera
irremediable su influencia sobre el género humano, con un daño enorme
para éste. En su lucha por un ideal ético los profesores de religión
deben tener suficiente formación para prescindir de la doctrina de un
Dios personal, esto es, desechar esa fuente de miedo y esperanza que
proporcionó en el pasado un poder inmenso a los sacerdotes. Tendrán
que apelar en su labor a las fuerzas que sean capaces de cultivar el
bien, la verdad y la belleza en la humanidad. Por supuesto que es una
tarea más difícil, aunque. mucho más meritoria y noble. Si los maestros
religiosos consiguen realizar la tarea indicada verán, en efecto, con
alegría que la auténtica religión resulta dignificada por el conocimiento
científico que la tornará más profunda.
Si uno de los objetivos de la religión es liberar al género humano
de los temores, deseos y anhelos egocéntricos, el razonamiento científico
puede ayudar también a la religión en otro sentido. Si bien es
cierto que el propósito de la ciencia es descubrir reglas qué permitan
asociar y predecir hechos, no es éste su único fin. Quiere reducir también
las conexiones descubiertas al menor número posible de elementos
conceptuales mutuamente independientes. En esta búsqueda de la
unificación racional de lo múltiple se hallan sus mayores éxitos, aunque
sea por cierto este intento el que crea el mayor riesgo de ser víctima
de ilusiones. Mas quien haya pasado por la profunda experiencia de
un avance positivo en este dominio se sentirá conmovido por un reverente
respeto hacia la racionalidad que se manifiesta en la vida. A través
de la comprensión logrará liberarse en gran medida de los engaños
de las esperanzas y los deseos personales, y alcanzará así esa actitud
mental humilde ante la grandeza de la razón encarnada en la existencia,
que resulta inaccesible al hombre en sus dimensiones más hondas.
Ciertamente, esta actitud me parece religiosa en el sentido más elevado
del término. Y diría asimismo que la ciencia no sólo purifica el impulso
religioso de la escoria del antropomorfismo sino que contribuye a
una espiritualización de nuestra concepción de la vida.
En tanto más progrese la evolución espiritual de la especie humana,
más cierto resulta que el camino que lleva a la verdadera religiosidad
pasa, no por el miedo a la vida y el miedo a la muerte y la fe ciega,
sino por la lucha en favor del conocimiento racional. Es evidente, en
este sentido, que el sacerdote debe convertirse en profesor y maestro si
desea cumplir con dignidad su elevada misión educadora.
FIN.

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